Castilla La Vieja, miércoles 19 de noviembre de 1975.
Se hacía de noche en las tierras de la centenaria Medina del Campo, el Zapardiel reflejaba los últimos rayos rojizos del sol, como desangrándose en sus últimos momentos, para al día siguiente renacer como Ave Fénix. Los campos, llenos de diversos colores, desde el amarillo de los matojos, el verdoso de los barbechos y el marrón de las tierras cultivadas, se fundían, sin pedirlo, con esa anaranjada luz que sobrevolaba la Castilla milenaria.
El imponente castillo, anclado allí, en lo alto, desde hacía siglos, se aferraba a mostrar algo de luz con los faroles prendidaos y las lámparas interiores que reflejaban y mantenían esa vida ajetreada que siempre había desplegado la villa.
Las caras tensas de los allí reunidos, reflejaban bastante bien, como si de un cuadro de la pintura negra del mismísimo Goya se tratase, que la situación era preocupante y nada esperanzadora.
En el patio de armas del castillo, a la luz de los faroles, se prestaban las sombras alargadas de los allí reunidos en el viejo suelo de piedra, se despachaba la idea que, cada día que pasaba era más fuerte, el Generalísimo Franco estaba a punto de dejar el mundo de los vivos.
Mientras tanto en una de las antiguas casas de fachada blanca y zócalo de piedra vista de la villa, desde el sábado anterior, Antonio, Carlos y Jesús los tres nietos del tío Jacinto y la tía Damiana, estaban en el pueblo. Al estar los tres con unas décimas de fiebre el domingo antes de subir al majestuoso y ya un tanto castigado Seat 1500 de su padre, el abuelo, Jacinto, le dijo a su hijo que ya que no podrían ir al colegio en Madrid esa semana, que por qué no los dejaba en el pueblo, que allí con los caldos de la abuela y el aire puro se recuperarían en poquísimo tiempo y, también, le obligaba a volver el sábado siguiente por la tarde a por ellos y de esa manera tanto su madre como él disfrutarían de los niños.
Aquella reunión de los nietos con sus abuelos, a diferencia de la que se celebraba en el castillo, era mucho más entretenida, los cinco escuchaban la radio, jugaban a las cartas en la mesa camilla al calor del viejo brasero de carbón y disfrutaban de las historias que el abuelo, orgulloso y feliz, contaba una y otra vez.
Antes de acostarse, justo después de cenar, Antonio, el más pequeño de los tres hermanos indagando por la casa, descubrió un viejo baúl del que los abuelos nunca les habían dicho nada. Estaba en una de las dos habitaciones del patio, donde antiguamente tenían unos animales, escondida tras unas mantas viejas y al lado de una bicicleta oxidada.
El niño, como buen curioso, abrió el baúl y se encontró una bandera de un país extranjero que no sabía identificar, además de un casco militar que había perdido parte de la pintura verdosa y una caja con mucho dinero. El niño cogió la caja con el dinero y el casco y fue corriendo a guardarlo debajo de la cama turca donde estaba durmiendo esa semana, solamente con la intención de jugar a los soldados y de tener dinero para al día siguiente en la panadería de la tía Luisa poder comprar 2 Tunos, que esos bollitos de chocolate le encantaban.
Jueves, 20 de noviembre de 1975
Las nubes ennegrecidas cubrían el cielo, aún no había amanecido cuando las campanas de las iglesias del pueblo tocaban a muerto. Francisco, amigo y quinto de Jacinto llamaba a la puerta, eran las siete de la mañana. ¿Te has enterado?, ¡Franco ha muerto! le decía en voz baja a la tía Damiana mientras le enseñaba un ejemplar del ABC con la noticia.
Los que se habían reunido en el castillo lloraban frente a la puerta de la iglesia, se abrazaban como si su padre hubiese fallecido, todo iba a cambiar, sus mujeres trataban de consolarlos mientras el párroco se santiguaba y rezaba un Padre Nuestro entre dientes con la cabeza agachada.
Volviendo a la casa antigua, al cerrar la puerta, Jacinto llegó hasta la entrada y vio a su esposa con lágrimas en los ojos. ¿Que te pasa mujer de Dios?, le comentaba a Damiana y está solo pudo decirle que no volviese a la guerra, que ya era muy mayor para la batalla. Ella tenía mucho miedo, sentía que iban a volver las bombas y los disparos a quemarropa cerca del castillo contra los inocentes.
Jacinto, sorprendido por las palabras de su mujer salió a la calle y vio a los vecinos con un brazalete negro y a las mujeres vestidas de duelo, escuchó las campanas tocando a muerto y finalmente sin que nadie le dijese nada se acercó lo más deprisa que pudo hasta la habitación de los niños y saco de debajo de la cama turca de Antonio la caja de las monedas y el casco, el abuelo había observado al niño la noche anterior y no quiso quitarle la ilusión, después se acercó a la habitación donde estaba el baúl y saco tras casi 38 años la bandera republicana que su nieto no supo identificar.
Estaba contento y cuando los niños despertaron se sentaron en la mesa camilla con un vaso de Cola Cao, el alimento de la juventud y unas galletas caseras y finalmente escucharon la única historia que su abuelo no les había contado nunca, la historia que estaba reservada al día en que sí, se pudiese volver a hablar de aquella tragedia, el día que por fin, pudiesen volver a expresarse los que perdieron y no hicieron la tan publicitada "cruzada". La historia del sufrimiento de las batallas en el verano del 37 y el dinero con el que el ejército le pago. Una historia triste y con trazos muy crueles, que no dejan de ser historia de aquellos años.
Una de las monedas de Jacinto:
Peso de 5,58 gramos
Diámetro de 23 milímetros
Ceca, Bilbao
Tirada, 100.000 ejemplares
Material, cuproníquel
Pedigrí: colección de
@Chapilla