La calle Alcalá se empezaba a llenar de carruajes, los más hermosos, majestuosos y grandes carruajes que la ciudad de Madrid poseía. Era una noche especial, una noche de esas que siempre serían recordadas. El palacio Goyeneche lucia mejor que nunca esa noche.
El poder se juntaba con el glamour, los hombres vestían elegantes trajes negros, salvo los militares, uniformados con sus ropas de gala y, mientras tanto, las mujeres se lucían con sus mejores vestidos, peinados y joyas. Hasta la misma reina madre estaba invitada.
Sería una noche mágica, ese baile lo copaba todo desde hacía días, diría que incluso semanas. Allí estaban presentes los embajadores, los más importantes empresarios tanto nacionales como venidos de toda Europa e incluso de América. También hacían gala de su presencia los más altos cargos del gobierno, los directores de algunos periódicos, los nobles de más alta alcurnia y hasta los músicos, arquitectos, escultores, pintores y actores más reconocidos e importantes en aquellos instantes.
La calle Alcalá era un hervidero de carruajes, las luces del palacio brillaban con todo su esplendor, mientras la policía y la guardia real mantenía alejada a la gente de la villa que quería ver toda aquella parafernalia.
El baile dió comienzo a eso de las nueve de la noche, era una tranquila noche de primavera, algunos de los invitados se prestaban incluso a seguir paseando por el jardín del palacio mientras despachaban asuntos importantes y otros tan solo mantenían charlas sin importancia con las intenciones de siempre, buscar una nueva amistad, un nuevo amor o aprovechar a reír que para eso, era una fiesta.
Los músicos tocaban canciones clásicas y a la vez contemporáneas mientras los asistentes bailaban y bebían los mejores licores, traídos expresamente para la ocasión desde diversos lugares del continente.
Rudolf, ayudante personal del embajador del Imperio alemán, uno de los hijos del príncipe de Baviera, acompañaba a su señor y a su esposa al baile. Él se encargaba de potenciar las posibles charlas y encuentros entre lo más florido del mundo empresarial, miembros del gobierno y demás embajadores. Ya se sabe, el trabajo en las sombras de un ayudante personal, que imposibilitaba que disfrutase del baile en condiciones.
Cerca de una de las esquinas del salón principal, se encontraba Amelia, una joven elegante, de tono blanquecino y larga melena pelirroja. Sus ojos azules y sus delicadas formas no habían caído en saco roto, pues todos los asistentes se habían fijado en ella de una u otra forma. Su vestido largo, verde como las praderas cántabras, dejaban constancia de su cuerpo estilizado, cuerpo por el cual suspiraban muchos de los asistentes al baile, con escasos o más bien nulos resultados, pues Amelia solo bailaba y pasaba pequeños periodos de tiempo sentada en una de las lujosas sillas puestas para el descanso de las mujeres en una zona del salón.
Eran cerca de la una de la mañana y Rudolf había terminado su tarea encomendada, por fin podía disfrutar del baile, pese a que muchos de los asistentes ya estaban con esas risas y esos tonos rojizos que solo dan una ingesta poco controlada de los licores que allí se encontraban.
Su traje, estaba un poco sucio tras un pequeño encontronazo con uno de los asistentes, que sin querer, derramó parte de su vaso de ginebra en su chaqueta. Rudolf se acercó a una mesa cercana para tratar de limpiar y secar su chaqueta, no quería que al día siguiente los sirvientes del embajador, al lavar las ropas, diesen noticias falsas sobre su reputación. Se encontraba cerca, muy cerca de Amelía y, obviamente, no pudo dejar de mirarla de reojo mientras limpiaba su chaqueta. La bella muchacha se acercó y con una voz muy suave, sutil y encandiladora le invitó a bailar, obviamente el joven ayudante no pudo negarse.
Bailaron, hablaron, pasearon por el jardín y finalmente salieron del palacio para recorrer a la luz de las farolas las calles empedradas del centro de la Villa. El paseo fue de lo más romántico, ella cogida de su antebrazo, sonriéndole continuamente, besándose en cualquier lugar de la calle, como tan sólo saben hacer dos jóvenes. La noche empezaba a dejar paso a los primeros y tímidos tonos azulados del cielo. Amelia le comento al joven que le acompañase hasta la cercana iglesia de San José. Allí en la puerta se despidió de él hasta otra ocasión, con los ruegos del alemán de querer verla al día siguiente.
Pasaron dos jornadas de duro trabajo junto al embajador, Rudolf no sabía nada de Amelia y se ánimo pasadas las cinco de la tarde, a presentarse en la céntrica iglesia. Una vez allí, llamo varias veces a la vieja puerta de madera, pues la iglesia solo abría en horario de misa.
Le abrió un párroco ya mayor, de pelo cano y arrugas en la frente. El joven pregunto por Amelia, si sabía dónde estaba, pues ese había sido el último lugar donde la había visto.
El párroco esbozando una pequeña sonrisa de complicidad, le comento que hacía muchos años que nadie preguntaba por ella, con la consiguiente cara de asombro y perplejidad del joven. El párroco entre risas suaves le dijo que le acompañase al interior de la iglesia. Una vez allí, pasado el pasillo central, en una pequeña capilla ubicada a la derecha se encontraba en el suelo, la tumba de Amelia Ruíz-Castellano y justo al lado, un portavelas contaba con un colgante donde, dentro de él se encontraba un pequeño retrato de la joven, que su madre veinte años después dejo allí.
La joven Amelia había fallecido hacia 140 años a causa de unas fiebres, Rudolf negaba con la cabeza, hasta se atrevió a decirle al párroco que la beso, mientras el párroco sonriendo comentaba que Amelia solía hacer de vez en cuando, alguna trastada, cosas de chiquillos, sin duda.
Rudolf le dejó al párroco una moneda de 1 peseta que guardaba en uno de los bolsillos de su chaleco, para rezar por el alma de Amelia, mientras, pálido, compungido e incrédulo, abandonaba a continuación la iglesia.
La moneda que Rudolf dejó al párroco:
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