Hay un chillerio enorme, eso desde luego, pero en las últimas décadas no existe un avance en cuanto a firmeza de conocimiento. Solo hay planteamientos totalmente infantiles sobre si es verdad o no es verdad o si es de izquierdas o es de derechas. Es un planteamiento… estúpido, en el que la documentación de los hechos ha pasado a ser lo último. Con tanto ruido ambiente, es casi imposible hacer o decir nada que tenga un mínimo de racionalidad. Y es muy difícil salir de ahí, por una serie de cuestiones estructurales. El historiador Rafael Altamira, que murió en el exilio en México en 1954, no usaba el término leyenda negra, sino hispanofobia, que acuñó él mismo, y decía que era un instrumento de lucha política, y como cualquier herramienta, puede ser utilizada de maneras diversas. El problema es que todavía tiene uso y por eso genera esos enconos, porque se considera un argumento válido.
La mayor leyenda rosa, colosal, la que más me gusta de todas, es la del «nosotros». Cuando la gente habla del imperio y dice «no fuimos tan malos» o «fuimos muy malos». Y entonces, en ese nosotros, es un suponer, digo yo, que nos incluye a los españoles del siglo XXI, como si fuésemos inmortales y responsables de las acciones de nuestros antepasados hace 500 años. Esa leyenda es absolutamente formidable, la de no haber salido del imperio, para bien o para mal. Nadie confunde la Roma actual con el Imperio Romano, pero parece que sí la España de ahora con el Imperio Español. Es esa idea de la «España Eterna», que se expande y se contrae pero es siempre la misma España. Como si la palabra España no tuviera sentidos distintos en función de las épocas. ¿Es lo mismo cuando Antonio de Nebrija habla de España en el siglo XV, Luis de Camoes en el XVII o Manuel Hidalgo en el XIX? ¿Son esas tres Españas la misma y la de ahora? Es imposible casar todos esos conceptos entre sí. Es absorber esta idea del romanticismo del espíritu del pueblo como algo eterno que se mantiene más allá de las evoluciones y los cambios, un concepto que lleva al nacionalismo como ideología y fin en sí mismo. Es decir, un disparate.